Placer y salud en el comer despacio

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Si se pidiera una definición de nuestra época, diríamos sin temor a equivocarnos que es la era de la rapidez.

Nos hemos acostumbrado, gracias a la televisión, a tener noticias de los sitios más distantes en el mundo al mismo momento en que acaecen los sucesos; gracias al avión tardamos sólo horas en trasladarnos de un extremo a otro del mundo; para comunicarnos con un ser querido basta que invirtamos unos segundos en pulsar un número telefónico para oír su voz; empleamos unos cuantos minutos en satisfacer la necesidad de alimentarnos, presa de una impaciencia que desgraciadamente se ha vuelto hábito.

El resultado, al menos en lo que toca a la gastronomía, es deplorable. Buena parte de los citadinos de hoy engulle su comida contrariando las verdaderas necesidades biosicosociales de nuestra especie.

Nuestro organismo necesita para realizar el acto de comer de una cierta distensión, de una adecuada masticación de los alimentos, de un reposo que no violente sus funciones. Nuestra mente requiere de solaz, de buena compañía como únicos medios de lograr un acto placentero.

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Nuestras tradiciones, las de cualquier país, han revestido siempre al hecho alimentario de muy variadas significaciones y han empleado en su preparación y en su consumo tiempo considerable.

Sin duda, es preciso reflexionar sobre esa festinación en que vivimos, enemiga de la fiesta, contraria a la jovialidad que tanto necesitan los hombres. ¿Cómo afrontar la violencia de esa celeridad que ha invadido nuestra existencia afectando todos los órdenes humanos? ¿Cómo rescatar, en medio del vértigo actual, el equilibrio y la paz, tan necesarios a la felicidad?

No puede negarse que uno de los impulsos primigenios de todos los seres humanos es aquel que le señala como meta de su acción el hedonismo; hacia él han de converger el individuo y la sociedad.

No se trata, como puede pensarse, de que sea imprescindible para lograrlo, disponer de una mesa opípara a la manera de Brillant-Savarin; bien puede conducirnos al mismo fin una dieta equilibrada, no sólo en nutrientes, sino también en calidad culinaria, quizá a la manera que prescribía Charles Fourier para los habitantes de su utópica armonía.

Debemos reanudar el hilo perdido de la convivialidad, mediante una actitud mental despierta, amiga del placer.

Comer no es sólo ingerir los nutrientes necesarios para la vida.Es también departir, disfrutar, gozar de eso que los antiguos llamaban honesta voluptuosidad.

No está demás que nos detengamos en esta idea y hagamos el esfuerzo de realizarla para lograr el saber vivir que tanta falta nos hace.

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